La historia que os voy a relatar a continuación es tan real como el miedo que experimentamos los que la padecimos. Todo transcurrió en un viaje que hice recientemente, con las imágenes de la catástrofe de Barajas todavía presentes en mi retina. Tras más de cuarenta minutos esperando en el interior del avión, nos hicieron bajar de él. “Un problema sin mayor importancia en un ala”, señaló un miembro del personal de tierra. “En media hora estará solucionado y se podrá efectuar el despegue”, concluyó aquel mensajero de las tinieblas. Un murmullo de pánico surgió de entre los presentes y fue a parar a mi espina dorsal, recorriéndola como un latigazo. “En este avión no volamos”, dijo una voz anónima en representación espontánea del pasaje. Demasiadas imágenes impactantes y otras tantas portadas de periódicos como para no permitirme reflexionar durante unos instantes. Al grito de “¡cagado!” se rompió el silencio. Cuando me di cuenta, advertí que había sido mi alter ego con espíritu heroico el que se había tomado la licencia de insultarme por línea interna sin articular palabra. Minutos después volvimos al mismo punto de partida –o fin, según se mire-: la puerta de embarque.
Allí conviví con individuos que habían hecho del móvil un apéndice más de su cuerpo, y con aquellos que preferían no compartir su inquietud con la familia. Yo, mientras tanto, decidí que tenía que hacer lo que estuviera en mis manos y pasar a la acción. Y así lo hice: me puse a sudar compulsivamente. Esa fue mi gran aportación a la calma general. Mientras secaba en el pantalón mis manos empapadas, un buen y viejo amigo se acercó a mi y me dijo: “Acabo de hablar con mi mujer y la verdad, no es el mejor momento para morir”. Exaltado le respondí: “¡Pero por favor no seas tan dramático!”. A lo que añadió: “No hombre, si lo dice porque todavía no tiene mi firma en el testamento, y además pasado mañana le es imposible quedarse a cuidar a mis nietos”. “Eso es otra historia”, le contesté con una cara de gilipollas que no se la saltaba ni Gervasio Deferr.
Una vez a solas, se me pasaron muchas cosas por la cabeza. Me acordé -supongo que al igual que los demás pasajeros- de las víctimas del accidente de Madrid y de sus familias. Poniéndose en su lugar por imitación, no resultaba difícil imaginar el horror que padecieron los accidentados y la tremenda indefensión posterior de sus familiares. Si yo no quería que los míos se imaginaran ni uno sólo de los escalofríos que me sacudieron durante esos momentos, con qué derecho nos han televisado todos los detalles más íntimos de la catástrofe. El derecho a la información debería acabar donde empieza el respeto a las víctimas y su derecho a padecer en la intimidad. En ese punto me vinieron a la mente los empleados de Spanair. Tengo buenos amigos que trabajan o han trabajado para la compañía. ¿Quién se acordó durante toda esta bacanal informativa de su honestidad profesional o de preservar su dignidad?. Cuánto despropósito, cuánta acusación imprudente, cuánto alarmismo infundado e incontrolado nos han colado tras la tragedia. “Quién vigila al vigilante”, como suele decir un buen amigo. Como muestra, un botón. Un día después del accidente, en un informativo nacional estiraban el tiempo dedicado al triste suceso con la noticia del siniestro de una avioneta en no sé qué país sudamericano. Sospechando la imprudencia, tecleo en Google buscando referencias sobre el tratamiento informativo dado a hechos similares antes del accidente de Madrid. Efectivamente, mis sospechas eran ciertas. Ni una escueta referencia para informar meses atrás de circunstancias idénticas. Todo era de un oportunismo tal, que sonrojaría al mismísimo Juan Antonio Roca.
Sonaba en mi cabeza aquella melodía de El Último de la Fila: “dónde estabas entonces, cuando tanto te necesité…”, mientras intentaba entender a qué carajo se habrían dedicado todo este tiempo los organismos que deberían regular el tratamiento sensato de la información. Mención a parte, merecen las filtraciones que se han sucedido desde el principio en este luctuoso acontecimiento. Con un secreto de sumario de por medio, todo bicho viviente con acceso a una fotocopia del auto judicial, a un post-it de la agenda de alguno de los abogados del caso o a una conversación de ascensor con alguna de las partes implicadas, ha corrido como El Vaquilla en su 1430 a largarlo todo sin un ápice de remordimiento. De no ser porque sentado en la puerta de embarque (por segunda vez en menos) de una hora, no me pasaba ni la saliva, me hubiese puesto a vomitar mientras los imaginaba. La gente que sólo comprende el dolor cuando lo padece en sus propias carnes, me recuerda que no debí deshacerme tan a la ligera de aquel folleto de inscripción a la Asociación Nacional del Rifle.
Mientras todo eso sucedía a la espera de noticias para embarcar de nuevo en el maldito cacharro volador, caí en la cuenta de lo irónico de la situación. Resultaba triste comprobar como un servidor no había decidido transmitir todo aquel sentimiento de repulsa, hasta que las coordenadas de un destino caprichoso habían querido situarme en el primer acto de una dramática función, que esta vez cambiaba su final por otro feliz. “Sólo se cae el que intenta echar a andar”, debió pensar Forrest Gump en su carrera hacia el éxito. Espero haber aprendido la lección. Para los que hayáis llegado hasta aquí en vuestra paciente y generosa lectura, confirmaros que finalmente el avión despegó y aterrizó sin sobresaltos en su aeropuerto de destino. He creído conveniente aclararlo para que toda esa manada de especuladores sin escrúpulos, no tuvieran un nuevo pretexto para convertir en carroña sensacionalista este testimonio, subjetivo por completo.
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